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© Ismael Contreras, 2017
Y al despertar aquella mañana, cuando el sol, tímido,
empezaba a bañar con su luz las copas de los árboles, un pensamiento surgió en
él, una idea brotó en su mente, cual simiente que se asoma desde la tierra para
contemplar la vida en su plenitud.
Esa idea pronto fue tomando forma, hasta convertirse en una
certeza, en un plan cuya ejecución era imprescindible. Este pensamiento comenzó
a roer su alma con un deseo que apenas lograba disimular. Así es que, guiado por aquel deseo, oró, le oró a aquel Dios
en quien no creen las mentes sabias y a quien no conocen las mentes ignorantes.
Oró por aquello que era, por lo que fue y por lo que había de ser; oró por su
idea, oró por sí mismo y por los demás. Y así, con el consuelo de la oración,
con la fuerza de la fe, con el ánimo de la esperanza, decidió iniciar su
empresa con la determinación de lograr su meta.
Era un joven harto inteligente, no por lo mucho que sabía,
sino por lo mucho que podía aprender. Pero, a pesar de su inteligencia, también
era pobre, y lo era porque la pureza de su ser, la honestidad de su alma y el
altruismo de su corazón eran más fuertes que sus ambiciones de dinero y cosas
materiales; era pobre porque era rico en valores.
Era digitador independiente, una especie de escriba moderno
que, por un determinado precio, copiaba, transcribía e, incluso, creaba
cualquier escrito con una calidad irreprochable. Apenas cobraba lo necesario
para subsistir y nunca se preocupó por ganar más allá de lo indispensable. Su
vida eran su trabajo, formado por un ordenador y un printer, y sus libros, con
los cuales podía sentirse libre de cualquier atadura y alcanzar la paz.
Pero aquella mañana, aquella espléndida mañana de primavera,
nuestro joven decidió algo nuevo, puso en práctica sus ideas y cambió por otro
el sendero que siempre había seguido.
Y es así como un lunes, al despuntar el alba, colgó a la
puerta de su improvisada oficina un letrero que rezaba: “FUERA DE SERVICIO".
Permaneció todo el día sentado frente al ordenador y cuando alguien, a pesar
de tan vistoso letrero, entraba y preguntaba por qué no había servicio, su
respuesta era una e invariable: “Aprendo a diseñar planos”.
De esta manera transcurrió todo el lunes, con los ojos fijos
en la pantalla del computador, las manos sobre el teclado y la mente y el
corazón puestos en su proyecto. No comió nada en aquel día, a falta de clientes
que le produjeran alguna ganancia.
De igual guisa transcurrió el martes: igual ocupación, igual
letrero, igual respuesta a las curiosas preguntas de los que entraban al negocio
e igual hambre por falta de clientes.
Muchas fueron las burlas que despertó la actitud del joven
en quienes lo conocían y frecuentaban su negocio. Muchos de ellos entraban al
local con la sola intención de escuchar la monótona respuesta a la pregunta y
así burlarse de él.
El miércoles algo cambió. No fue el letrero, no fue la
concentración del joven ni su hambre, sino la respuesta que daba a quienes
hacían la misma pregunta. Ya no decía “aprendo a diseñar planos”, sino que su
respuesta ahora era: “diseño el plano de mi casa”, y si alguno osaba recordarle
que él no tenía cómo ni con qué construir una casa, su respuesta era: “pero
algún día la tendré”.
Quienes escuchaban tal respuesta no podían evitar reírse a carcajadas, por
la hilaridad de tal ocurrencia, teniendo en cuenta la pobreza del joven y su
imposibilidad de construirse ni una casa de cartón.
Pasaban los días de aquella semana. El inamovible letrero,
ahora lleno de polvo, indicaba a todo el que pasaba por el lugar que el joven
aún no se había curado de su “locura”. Ya eran menos frecuentes los que
entraban para burlarse de él y de su ocurrencia. Los burladores fueron
disminuyendo poco a poco, hasta que el sábado ya nadie entraba, ni para
burlarse ni para solicitar algún servicio.
Aquel domingo, el joven que estaba sentado frente al
ordenador en poco se parecía al que había estado en el mismo lugar siete días
atrás. Éste era extremamente delgado, con aspecto enfermizo y una palidez
cadavérica, producto de toda una semana de extremo ayuno.
En la tarde de aquel domingo los vecinos del joven vieron
como un desconocido, un elegante caballero, entraba a la oficina del mismo, y
luego lo vieron salir, después de una hora de estar ahí dentro.
Para sorpresa de todos, el lunes en la mañana la oficina
estaba totalmente cerrada y en la puerta ya no colgaba el letrero de FUERA DE
SERVICIO, sino un pequeño cartel con un encabezado que ponía “CERRADO
PERMANENTEMENTE” y un texto debajo del mismo que decía:
“Mis queridos vecinos
y clientes, lamento decirles que ya no estaré trabajando más con vosotros. El
distinguido caballero que vuestra curiosidad os permitió ver ayer ha venido a
verme, y quedó tan encantado con mis planos que me ha hecho una oferta
millonaria por ellos. Es por eso que me voy, para construir mi casa en un vecindario
donde sí crean en mí y poder disfrutar mi nueva riqueza. Os abrazo”.
FINAL I
“Mis queridos vecinos
y clientes, lamento decirles que ya no estaré trabajando más con vosotros. El
distinguido caballero que vuestra curiosidad os permitió ver ayer ha venido a
verme, y quedó tan encantado con mis planos ha decidido llevarme a un excelente
lugar, para lo cual he aceptado. Es por eso que me voy, y si algún días deseáis
visitarme, os dejo los planos del manicomio adonde voy
sobre mi escritorio. Os abrazo”.
FINAL II